La caída del Gobierno de Rajoy cerró temporalmente una
controversia política en la que el arma arrojadiza fueron los libros. Íñigo de
la Serna, último ministro de Fomento de Rajoy y exalcalde de Santander,
presentaba en la región proyectos de obras para Cantabria, casi todos de
“carácter extrapresupuestario”. Por eso, el presidente de la comunidad Miguel
Ángel Revilla dudaba de que se fueran a ejecutar y relacionaba las visitas del
ministro con la preparación de su candidatura a la presidencia de Cantabria. A
De la Serna le pareció “enormemente preocupante” que Revilla no acudiera a una
de esas presentaciones, porque “está aprovechando su cargo no para ejercer la
responsabilidad que le han dado los cántabros, sino para dedicarlo a la
promoción de un libro que seguro que le está reportando enormes beneficios”.
-¿Escribe libros y se los
compran?
-¡Qué escándalo…!
Ante la mirada sospechosa de
la policía por la cantidad de libros que encuentra al registrar su casa, uno de
los personajes de Danilo Kis en Una tumba
para Boris Davidovich piensa que el peligro no proviene de muchos libros
sino de que exista un único libro, esté escrito –añado- en hebreo, árabe o
cristiano. Posiblemente extrañe en otros pueblos de España que la polémica
política cántabra gire alrededor de unos libros, pero no olviden que Santander
lleva el título –presuntuoso quizá- de la Atenas del Norte desde comienzos del
siglo XX. El platónico De la Serna considera incompatible la política con la
literatura y quiere expulsar a Revilla de la polis. El aristotélico Revilla
compatibiliza la política con cualquier otra actividad (o viceversa). Durante el
tiempo que le toque clamar en el desierto de la oposición, De la Serna debería
recordar al clásico cuando dice que no hay libro por malo que sea que no tenga
alguna cosa buena.